Si bien, cada año celebramos la fiesta de la Santísima Trinidad como fiesta principal de nuestra Congregación, según el deseo de nuestro Padre Fundador Arnoldo Janssen, este año tal celebración adquiere un significado especial.
Pues la irrupción de la pandemia en nuestras vidas, junto con las preguntas por la muerte, obviadas por tanto tiempo, nos urge adentrarnos en el significado profundo de esta fiesta. Preguntemos por ende ¿ésta fiesta aporta algo al sentido de vivir en un mundo tan quebrantado y con el corazón agobiado? De ahí que la presente reflexión busca dilucidar la relevancia de dicha fiesta en cuanto celebración del misterio trinitario, vivo en nuestros corazones.
De hecho, la Trinidad es un “misterio”, igual que el de la muerte, - GS 18-, es decir, una experiencia no del todo esclarecida, pero, realmente, “salvífica”. Resulta, pues, sumamente misterioso que nuestro cuerpo, sometido a la fragilidad extrema de aquel momento, adquiera en su rostro un esplendor desconocido, “de otro mundo”, como lo describe Edith Stein. Esto atestigua, que el ser humano es “uno en cuerpo y espíritu”- cf GS 14-, teniendo este espíritu una capacidad connatural de “conocerse a si mismo” en cuanto “memoria”, que se configura para un todo por la “inteligencia” a través de la “voluntad” y que pese a la pérdida de los lazos con el espacio y tiempo en la muerte, conserva su identidad personal del existir “uno en el otro”, a modo de lo que sucede en el amor humano, como explica san Agustín, cuando se refiere a la presencia del ser amado en el amante y del amante en el amado, sin que ambos pierdan su ser propio.
Esta experiencia connatural al espíritu encarnado en el mundo, de hecho, revela el misterio trinitario, pero “a modo de espejo”, es decir, conlleva una notable inversión por el hecho de que Dios sólo es reconocible en la imagen como el rostro reflejado en el agua de una fuente, que se contempla cuando alguien se inclina sobre dicha fuente, pero de tal manera, que la realidad inefable reflejada desborda los contornos, pálidamente, reproducidos por tal “espejo”,. Este “desbordar” de la realidad de Dios con respecto a su imagen en el hombre, brota, según el Padre Arnoldo, del “corazón de Dios”, del Padre, quien se contempla en el Hijo por el Espíritu Santo, -una verdad profundísima, que el Fundador explica siempre de nuevo también ante oyentes menos instruídos, como “relaciones opuestas”, es decir, el Padre nunca es Hijo ni el Hijo es Padre y sin embargo ambos comparten la misma divinidad gracias al Espíritu Santo, quien los une, siendo como Amor por excelencia “comunicación” del todo “desinteresada”, tanto al interior de Dios Trino y Uno, cuanto hacia el mundo, creado por amor.
Tal comunicación divina tri-uniforme impregna, sin duda, su dinamismo a todo cuanto existe, pero se pone de manifiesto, sobre todo, en el ser humano como aquel existir “el Uno en el Otro”, que la teología designa perijoresis-y que algunos comprenden como un “bailar juntos” del uno con el otro y del otro en el uno. Esta in-existencia dinámica de las tres Personas divinas en la naturaleza común explica también el origen de aquel nexo misterioso, que experimenta el ser humano desde siempre por ser individual y colectivo a la vez, - una experiencia que, sin duda, se pone dramática en la actual pandemia. Se trata, pues, de un nexo, que ni Aristóteles sabe explicar, pero que Hans Urs von Balthasar remonta al misterio trinitario. En este sentido resulta importante de que no está en juego una mera verdad intelectual, que se comprende, analógicamente, a base de su imagen como memoria, inteligencia y voluntad, -aunque sea el Verbo Divino el sentido último de la realidad en cuanto comprensibilidad de todo-, sino que brota del “corazón de Dios”, según el Padre Arnoldo.
En efecto, el Padre Fundador evoca siempre de nuevo el dinamismo vital que emana del “corazón del Padre”, “siendo este corazón el Espíritu Santo”, quien también da forma al corazón de Jesús, inmensamente compasivo y misericordioso. De tal modo, que el Espíritu Santo Consolador se acostumbra en Cristo a los pálpitos del corazón humano, según san Ireneo, para “sentir con” nuestro corazón tan agobiado por la pandemia, igual como con los corazones de todos los hombres, y los capacita para poder decir “Abba Padre”. En este sentido, el Padre Arnoldo no sólo nos legó una espiritualidad trinitaria, profundamente, interrelacionada con la del Sagrado Corazón de Jesús, sino insta también permanentemente a los suyos a prestar atención a los Gemütsbewegungen, los “movimientos de nuestro ánimo-Gemüt”, -un término germano que no se puede traducir al castellano, pero que designa, - igual como el corazón bíblico-, tanto la capacidad de un entender racional lúcido, como el sentir afectivo, según el axioma proveniente de Gregorio Magno: “el amor mismo es entendimiento”. Esta inteligencia afectiva, de hecho, es decisiva para desenredar situaciones tan complejas como la actual pandemia en vista a su sentido último. De hecho, nos encamina hacia aquella experiencia profundísima del misterio trinitario, vivo en nuestros corazones, que Teresa de Ávila, a quien el Padre Arnoldo cita con frecuencia, llama “séptima morada”. Ahí pues se revela dicho misterio no sólo a los “místicos”, sino a cualquier persona, que busca seriamente el acceso a el, como demuestra Edith Stein en su comentario al Castillo Interior -una experiencia, que se anticipa en la Eucaristía, según el Padre Arnoldo.
En definitiva, tal experiencia del “misterio trinitario, vivo en nuestros corazones” explica también el impulso misionero impresionante, que Arnoldo Janssen plasma a través de su obra. De hecho, este impulso no sólo anima todo el quehacer del Padre Fundador como misión más allá de las fronteras territoriales geográficas, es decir, como “misión de la Iglesia”, sino se concreta en cuanto missio Dei, es decir, Dios mismo se comunica desde su “raíz trinitaria”- radix trinitatis- como Padre por medio del Hijo en el Espíritu Santo a los seres humanos en todo el mundo, profundamente, necesitados de El. Emerge aquí una comprensión de la actividad misionera, sorprendente para el tiempo del Padre Fundador, que anticipa aquel cambio, que se impone por Concilio Vaticano II, ciertamente, influenciado por nuestra espiritualidad a través de la destacada colaboración del P. Schûtte svd en Ad Gentes, y que, de hecho, está adquiriendo sus múltiples expresiones interculturales en el tiempo postconciliar, de tal modo, que hoy más que nunca urge nuestra participación “desinteresada”-diría el Padre Fundador-, en esta Missio Dei.
De ahí que la celebración de nuestra fiesta principal de la Santísima Trinidad en este año nos insta, a que una vez más hagamos nuestro el lema del Padre Arnoldo: Viva Dios Uno y Trino en nuestros corazones y en los corazones de todos los hombres. Y esto no sólo como constatando un hecho, es decir, el misterio trinitario está “vivo en nuestros corazones”, sino como deseo ferviente, - viva dice el lema, no vive. Esto significa que estamos invitados a implorar a Dios Uno y Trino, de todo corazón, que El haga sentir la infinita compasión y misericordia de Su Misterio en medio de la horrible pandemia actual. Pero más que impulsar el lema como tal, éste nos urge a participar, con inmensa gratitud, en aquellas exclamaciones del Padre Arnoldo, -sorprendentes para su racionalidad rigurosa, formado en las ciencia exactas“-: ¡qué maravilloso este Misterio, del todo grandioso!”
Hna. Anneliese Meis ssps