“SIGNOS DE LOS TIEMPOS RELEVANTES PARA LA FORMACIÓN TEOLÓGICA HOY “

 

            No me resulta fácil abordar el tema propuesto: lo haré desde mi experiencia en la docencia de  teología. He llevado a cabo esta docencia durante muchos años en respuesta a las necesidades concretas que, en situaciones desafiantes, me plantearon algunas personas responsables del estudio de la teología.

 

El sentido de esta labor, tan apreciada y digna de cualquier sacrificio, me lo abrió el P. Fundador Arnoldo Janssen, quien en pleno siglo XIX, nos fundó como primera Congregación femenina para la misión ad gentes, deseando que nosotras, las Siervas del Espíritu Santo, colaboraremos con los sacerdotes, los Misioneros del Verbo Divino, por medio de un aporte femenino a toda nivel.

 

Considero que mi docencia de teología, que pronto traspasó, desde mi comunidad religiosa, hacia toda la Iglesia en Chile, ha sido un privilegio inexplicable humanamente. Pero sí es explicable una cierta familiaridad que siento con los sacerdotes. Familiaridad que se fue abriendo a posibilidades inauditas a través de personas concretas, ya sea formadas  en el mismo ideal, es decir, habían aprendido de mis Hermanas en el colegio a rezar y dar los primeros pasos  hacia su vocación; ya sea cercanos a esta visión misionera,  pienso especialmente en el P. Maximino, quien solía intervenir en momentos críticos, mostrándome que mi aporte en el Seminario era necesario, para que los “chicos aprendan que una mujer piensa y cómo piensa, etc.…”.

 

Sentí siempre el ojo vigilante de los directores y formadores del Seminario como de gran provecho para poder colaborar en la preparación de los sacerdotes con la debida seriedad del estudio teológico. Como diría Alberto Magno, desde una “racionalidad afectiva”, es decir, al modo del Espíritu Santo, quien se hace notar en sus efectos: suaves, cuando estamos dispuestos; y golpeando, cuando nos cerramos, como dice Gregorio Magno, pero omnipresente, como dice Samuel, siendo el Espíritu Santo el teólogo y formador por excelencia.

 

Quisiera resaltar, brevemente, tres aspectos, que desde mi experiencia considero “signos de los tiempos relevantes para la formación teológica hoy”:

- 1.La Teología trinitaria como forma mentis: la importancia de tal teología resalta en la permanente tensión entre cercanía y distancia, que me tocó vivir, junto con personas muy distintas en cuanto varones y yo mujer, pero unidas en el mismo ideal célibe. Conocí a los jóvenes, fundamentalmente, en permanente aprendizaje para donar su vida por entero de modo desinteresado, a modo del Misterio trinitario. Esta autodonación se concreta, sin duda, en uno de los tratados teológicos más difíciles para enseñar, pero decisivos para aprender el núcleo de la existencia teológica-sacerdotal, es decir, permite comprenderme, en cuanto yo, a partir de otro y para otro. En este sentido, los resultados de un arduo estudio e investigación, llevado a cabo en la Facultad, respecto de la intrincada evolución del dogma trinitario, los he podido entregar en el Seminario a jóvenes dispuestos a recibirlos como tesoros y a plasmarlos a través de su forma de pensar. De ahí  la importancia de la Antropología Teológica, basada en este mismo misterio, no menos difícil en su contenido, pero todavía más desafiante en su concreción cotidiana. Sin embargo, el esfuerzo investigativo-docente, ha tenido frutos, hasta sorprendentes, como me lo manifestó un obispo, que había dado el permiso a uno de sus sacerdotes para sacar el doctorado: “Ud. no se imagina qué bien le hace la tesis doctoral  a su sacerdocio”; aunque otros, por el mismo camino, -dolorosamente hay que decirlo- abandonaron su ministerio. La forma mentis trinitaria entonces es, según mi experiencia,  un signo relevante para la formación teológica-sacerdotal, pero su adquisición no queda asegurada, ni por el estudio, ni por la docencia.

-2. El pecado, en cuanto realidad teológica, que emerge a partir del nexo misterioso entre nuestro ser individual y colectivo en la experiencia cotidiana. Aquí está, según mi opinión, la mayor urgencia para la formación teológica sacerdotal actual, es decir, en el aprendizaje permanente de cómo el dogma del pecado original se verifica por la experiencia, en la medida en que me hago cargo tanto del pecado propio como del ajeno. Siendo el pecado, pues, una verdad teológica, que no tiene explicación ni equivalente en otras ciencias, y sólo  puede ser comprendida y superada teológicamente, este mysterium iniquitatis me parece ser el desafío mayor en la formación teológica sacerdotal actual. Por cierto, tengo experiencias notorias respecto de la capacidad de alumnos, que saben autocorregirse en público, o reconocerse arrepentidos, como aquel sacerdote que encontré varios años después que había abandonado su ministerio y le manifesté, ¡cuánto lo siento!, me contestó “Yo también”. Para la comprensión de tales experiencias, se requiere, ciertamente de una antropología centrada en la gracia excesiva que sobreabunda allí donde abunda el pecado. Pero cada vez más me pregunto ¿qué pasa entre la seriedad con que trato de enseñar la atrocidad del pecado individual-colectivo y la falta de solidaridad en el pecado concreto, a ejemplo de Jesús? Tal vez será este el punto donde dogma y formación confluyen para una mayor visibilidad en un “signo de los tiempos”, que nos golpea fuertemente hoy.

-3. La Teología espiritual mística, en cuanto condición de posibilidad para unir la vida teológica-sacerdotal con el aporte de la teología a nivel práctico. Este aspecto, que considero el más relevante, lo quisiera ejemplificar de la siguiente manera: vengo al Seminario Pontificio, apurada e interpelada por la criticidad de la Facultad, vengo a donde me espera un grupo de jóvenes capaces -muchos con estudios universitarios previos- pero dispuestos de aprender con sencillez y apertura connatural el dogma y su dimensión espiritual pastoral. Respiro así el aire de una teología que conocemos como “teología de rodillas”, tal como lo permite apreciar también el templo del Seminario en su significativa expresión arquitectónica, acompañado por un hermoso juego de colores. De ahí mi preocupación más profunda por la importancia de la teología en la formación sacerdotal: ¿cómo se podría vitalizar tal teología -con la clarividencia de P. Maximino-, con más tiempo disponible para el estudio dogmático, lecturas complementarias y la posibilidad de contemplar sin apuro los misterios estudiados, simultáneamente con una docencia de teología cada vez más exigente en su cientificidad y seriedad metódica? Esto, ciertamente, me parece imposible cuando el seminarista tiene que absorber 9 a 11 materias disimiles en un mismo semestre, además, de cumplir con las innumerables actividades extraprogramáticas, como suele suceder tanto en la Facultad como en los Seminarios y que hace fracasar hasta al mejor profesor. Pienso que el futuro teólogo-sacerdote no puede llegar permanentemente a situaciones límites, sino que tiene que tener la posibilidad de gozar del estudio, es decir, aprender aquel “padecer a Dios”, no causado sólo por nuestras limitaciones humanas, sino debido a la grandeza de la luz del Dios siempre desbordante. La necesidad de aprender a  “sufrir” y “gozar a Dios”, de manera profunda y duradera, me parece el “signo de los tiempos” más apremiante para la formación teológica hoy.